De asombros y destinos

Aquí estoy. En el espacio. En el mismo espacio donde estás tú. Donde me lees y te lees. Donde me ves y te ves. Donde me escuchas y te escucho. Donde cada texto, cada historia, cada momento que vives aquí dentro es un texto, una historia, un momento vivido por tí o a punto de ser vivido por tí. Son los absurdos cotidianos. El asecho. La sorpresa. El destino no previsto. El encuentro que un día tenía que ocurrir. El amor que está y no está en las manos de nosotros. La persona que cuando la miras a los ojos sabes que está dispuesta a bucear en los tuyos, sea una flor o un puñal. Los días amargos. Los grises. Los arcoiris que te devuelven la infancia en un instante de asombro. La vida que hay que vivir. La felicidad que hay que atrapar. El miedo que hay que saltar. Son los absurdos cotidianos. Las patologías de la rutina. El Prozac y el Rivotril para reequilibrar los elementos químicos que te ponen triste. La risa, la ironía, la metáfora, la paradoja. Bueno, aquí está y aquí estoy...

viernes, 22 de diciembre de 2006

"La tragedia es mi fortaleza"

Cuando el médico anunció a Liduvina que su hijo sufría de insuficiencia renal crónica, la vida de la familia Mora Peñafiel cambió brutalmente.

Fue hace once años, en Guayaquil. Vivían en el sector marginal de Mapasingue. Liduvina llevaba tres meses de embarazo de su tercera hija, Scarlett, y aunque intuyó que la noticia implicaba algo severo, ese momento no alcanzó a entender la enorme dimensión de lo que aquello significaría para el resto de su vida: cuando solemos aferrarnos a una esperanza tratamos de convencemos de que la existencia no puede ser tan cruel.

Pero Liduvina decidió enfrentar la angustia: volvió donde el nefrólogo, Alfonso León, y pidió explicaciones: era una enfermedad grave, había que tomar una decisión urgente y lo único que podría salvar a Carlitos sería un transplante de riñón.

¿Transplante de riñón? Sonaba demasiado duro. Demasiado difícil. Su esposo, Carlos, trabajaba en la isla Puná, de donde volvía tres días cada doce. Ganaba poco. Ella, con dos hijos pequeños y otra en camino, intentaba ayudar a los ingresos familiares vendiendo, como hasta ahora, ropa y carteras a domicilio.

Hasta entonces la vida de los Mora Peñafiel había transcurrido sin mayores sobresaltos. “Era una familia bonita”, recuerda Liduvina. Desde que se casó, a los 24, soñó tener tres hijos: un varón y dos niñas. Después de Carlitos nació Katerine y la existencia parecía navegar con buenos vientos. Eran pobres, pero disfrutaban de una vida reposada, serena. Había tiempo para salir, pasear, tomar un helado, comer algo en la calle y divertirse los fines de semana.

Atrás quedaron los años de universidad, cuando Liduvina sintió tanta felicidad por el nacimiento de su primer hijo que decidió dejar sus estudios, atenderlo y empezar a construir una familia digna. Cursaba el cuarto año de Ingeniería Comercial en la Universidad Estatal.

Como madre dedicada, atenta y amorosa, jamás pensó que a Carlitos fuera a sucederle algo grave. Desde muy pequeño sufría infecciones en la garganta, pero eran pasajeras. Nunca hubo indicios de que tuviera problemas en los riñones.

Pero sus preocupaciones de madre se acrecentaron cuando el niño tenía ocho años. Estaba en segundo grado y, de repente, en la escuela, vomitó y se quejó de fuertes y persistentes dolores de cabeza. Después ocurrió algo peor: Liduvina preparó uno de los platos favoritos de su hijo, una ensalada de mariscos, y Carlitos se enronchó. Inmediatamente lo llevaron al dispensario de las damas consulares en Mapasingue.

La doctora del centro de salud confirmó que era una intoxicación, pero pidió exámenes de sangre. Al día siguiente las pruebas revelaron que Carlitos tenía anemia y su número de glóbulos rojos era escaso.

Fue en abril de 1995 cuando Luduvina acudió con su hijo a un hospital para que le hicieran una transfusión de sangre mientras se preguntaba el porqué de la anemia si en la casa, a pesar de las limitaciones económicas, nunca faltaron las vitaminas y alimentos necesarios para una buena nutrición.

El tío Luis buscó una segunda opinión. Llevó al niño al doctor Alfonso León, médico clínico, quien chequeó los exámenes y estableció un problema de hígado o riñón. Abajo del consultorio había un laboratorio en el cual se hicieron en ese instante más pruebas para salir de dudas.

Esas dos horas de espera fueron angustiosas. Liduvina imaginó una pesadilla. Cuando el doctor vio los exámenes, concluyó que Carlitos tenía niveles elevados de úrea y creatinina: no quedaba otra salida que un transplante de riñón.

Optimista y llena de fe en Dios, Liduvina quiso pensar que la solución no sería difícil, que el transplante se lo efectuaría sin mayor problema y que todo volvería a ser normal.

Pero Carlitos empezó a ir con mayor frecuencia al nefrólogo. Y a medida que se sometía a más y más exámenes su malestar se acrecentaba.

La rutina familiar cambió drásticamente. Liduvina pasaba casi todo el tiempo en el hospital y buscaba más opiniones profesionales para que le dieran alternativas.

El panorama se ensombreció cuando los médicos resolvieron que Carlitos se internara en el hospital. Liduvina se quedaba con él todo el día en la casa de salud. Su único descanso lo tenía cuando su hermano Luis la reemplazaba porque el embarazo podía complicarse y la pequeña Catherine necesitaba atención en casa.

Era doloroso, agobiante, pero Liduvina se llenaba de energía y ganas de vivir: si ella aflojaba la familia se vendría abajo. Solo ese pensamiento la sostenía.

Salía de casa a las seis y media de la mañana y volvía a las 11 de la noche. Casi no veía a su pequeña hija y le pesaba mucho el embarazo. Sus ojos intensos y alegres y su sonrisa iluminadora dejaban ver su impaciencia y llanto continuos. Frecuentaba poco a sus hermanos. No podía ir a visitar a su madre. No hubo más reuniones en casa.

Hoy no sabe en qué momento se le acabaron las lágrimas: existen momentos en que va en un bus y recuerda cosas y la tristeza parece asecharla. Entonces alza la mirada, piensa en Dios y recuerda a Carlitos: debe darle ejemplo a su hijo, enseñarle que la vida sigue a pesar de las dificultades, que hay que tener fortaleza para enfrentar los problemas. Mucha gente no entiende cómo Liduvina soporta todo el peso de una vida tan difícil, a contrapelo, a contracorriente. Pero su respuesta es sencilla: Dios me escucha.

Cuando ocurrió lo de Carlitos no pensó que el Señor la abandonada. Al contrario, sintió que el Ser Supremo la revistió de una valentía insólita, desconocida, poderosa: “No creo que me hubiera hecho fuerte si Dios no me habría dado el coraje para soportar todo”.

En el alma se le encendió un fuego interior que nunca más se apagó. Con poco dinero, abrumada por la falta de recursos para atender a su hijo, nunca dejó que los médicos la vieran deprimida o derrotada. Les decía que si Carlitos necesitase algo solo le avisaran: “Yo veré cómo y dónde lo consigo”.

Alguna vez que Carlitos se puso muy delicado hubo madres que la desanimaron. Ellas tenían hijos enfermos del corazón y le decían que no había esperanza, que un niño grave no resiste más de tres meses de vida.

Le decían que se preparara, que Carlitos estaba tan débil y delgado que no podría aguantar, pero Liduvina siguió luchando y se dio cuenta de que los médicos responden según la actitud de los padres del enfermo. Si ellos ven interesados a los padres, ponen mucho empeño. Es uno de los secretos que ahora Liduvina transmite a quienes se lo preguntan.

Quizás esa manera de ser fue fundamental para que Carlitos no muriera y hoy, once años después, siga resistiendo a sus graves enfermedades, entre ellas, al terrible VIH.

Ella se conoce bien: es de las mujeres que nunca se dejan vencer, siempre bajando y corriendo escaleras de los hospitales, siempre en los laboratorios, siempre combativa, siempre luchadora, siempre empujando para que la vida florezca.

Con la enfermedad de Carlitos la economía de la casa también cambió. Los gastos eran excesivos, altos, a ratos inalcanzables. Había que hacer sacrificios inmensos para conseguir el dinero y comprar medicamentos, equipos y agujas, pagar exámenes. Todo lo que el esposo ganaba se iba en cuidados de Carlitos.

Scarlett también nació con problemas renales. Fue como si el dolor no diese tregua y todo se complicara, pero Liduvina se resiste a creer que Dios la ha castigado. Piensa que, más bien, la ha escogido para que la humanidad tenga una prueba concreta, humana, real de que Él existe.

Por eso nunca ha preguntado: “¿Por qué me haces esto, Dios?”. Y no lo ha hecho, además, porque sabe que no obtendrá respuesta: su fuerza espiritual es suficiente para seguir.

Las agujas de la muerte

La mayor tragedia para los Mora Peñafiel ocurrió en octubre de 1995. A Carlitos le dio peritonitis y se le complicó el tratamiento de limpieza de la sangre. Debió entonces suspender la diálisis e ir donde el doctor Galo Garcés, considerado entonces como el mejor nefrólogo del país. Garcés atendía en el subterráneo de la clínica Kennedy.

El médico aceptó ayudar con la máquina de hemodiálisis pero, a cambio, exigió a los padres de Carlitos que llevaran las agujas y los filtros. En ese tiempo costaban unos 50.000 sucres y había que comprarlos tres veces por semana. Era mucho dinero.

La primera vez que le pusieron esas herramientas fue una tortura. Carlitos sufría pero la madre se sentía tranquila de que estuviera en manos del supuesto mejor nefrólogo del Ecuador.

Pero un día empezó a correr el fatídico rumor de que Garcés reutilizaba las agujas, que no desechaba las usadas y que los pacientes, sin saberlo, las compartían con todo el riesgo que eso implicaba.

Liduvina se dio cuenta de que los pacientes se iban poniendo tristes. Vio llorar a don Luis Valdivieso, un hombre de roble y espíritu gigante que rápidamente se extinguió. Ella presintió que algo andaba muy mal. Los pacientes entraban a la oficina de Garcés, le reclamaban, discutían, gritaban. Sin saber por qué, ya habían muerto tres. El VIH aún era un tabú en el Ecuador y no se sabía con precisión cómo se contagiaba, de qué se trataba y qué consecuencias traía.

Mientras, a Carlitos se le agravó más su ya maltrecho estado de salud y un médico pidió a la familia que le hicieran el examen de microelisa. Liduvina se sorprendió. No sabía para qué era ese test y cuando supo que era para constatar la posible presencia de VIH en la sangre de Carlitos sufrió muchísimo. ¿Cómo era posible que su hijo, su pequeño hijo, tuviera sida?

Una semana después, entre abril y mayo de 1996, la tensión era terrible. El médico no daba la cara, el examen no aparecía y Liduvina no sabía qué hacer.

El doctor Jorge Ramírez, jefe del área de nefrología del hospital del Seguro, se negó a decirle el resultado del examen aduciendo “ética profesional”, mientras la familia se consumía en la incertidumbre.

Pero llegó el día en que Liduvina estuvo, por fin, cara a cara con el doctor Garcés. El intentó minimizar el problema y justificar lo injustificable: le dijo que él la había ayudado y que tuviera la certeza de que él hizo todo lo posible porque las cosas salieran bien, pero que por culpa de las enfermeras había ocurrido un accidente y que Carlitos estaba infectado de VIH.

Fue como un latigazo al corazón. Un sismo de enorme magnitud. Liduvina tuvo ganas de correr, de llorar, de gritar, de exigir a Garcés que le devolviera la salud de su hijo.

Cínico, Garcés seguía argumentando: le dijo que no era tan grave, que la gente ya no se muere de VIH, que con el tiempo habrá cura y que había que restar importancia a la supuesta gravedad del caso.

Él pensaba en proteger su prestigio y su reputación. Ella no alcanzaba a entender tanta crueldad, tanta negligencia, tanta insensibilidad. Y ahora no sabía cómo decirle a la familia. Cómo explicárselo a Carlitos. Eran las doce y media del día. Y fue el momento más difícil de su vida.

Cuando salió de la oficina de Garcés, la esposa de don Luis Valdivieso la abrazó con fuerza. Lloraron juntas, impotentes, sin saber qué decirse, cómo consolarse, qué decisión tomar. Para Liduvina se había derrumbado la última posibilidad de que su hijo se curara. Con la insuficiencia renal todavía había posibilidades de un transplante, pero ahora era imposible.

Después, un médico le dijo que se resignara: dos años era el tiempo máximo que podría vivir Carlitos.

Liduvina no se quebró. Lloró mucho, sí, pero no dejó que su profunda tristeza interior la derrotara. Aún no había encontrado la manera de darle a Carlitos la noticia, pero ante su curiosidad, un día tuvo que decirle que tenía hepatitis y que ya no podría hacerse el transplante. ¿Cómo decirle a un niño de nueve años que tenía sida?

Cuatro años después, cuando todos sus compañeros del centro de hemodiálisis iban falleciendo, el niño se puso más inquieto y vinieron las preguntas. Él presentía que también se había infectado con el VIH y su madre se lo confirmó.

Más de una década después, a Liduvina le parece un milagro que su hijo siga vivo. Nunca le ha demostrado su sufrimiento y trata de que en casa se lleve una vida normal. Jamás le hará sentir que es un peso para todos o que él es el culpable de lo que ha pasado en la familia.

Ella ha sabido manejar con sabiduría esos trágicos episodios. Con inteligencia y sutileza ha dirigido a su esposo y a sus hijas para que ayudaran a Carlitos en sus momentos más terribles: cada vez que sus huesitos se deformaban el niño lloraba, sentía dolores muy fuertes y agudos. Pero ahí estaban sus padres y sus hermanas para luchar con la fuerza de la unidad familiar.

Ella no olvida la primera noche cuando los dedos de las manos de Carlitos empezaron a entumecerse. Gritaba tanto que en plena madrugada Liduvina hizo algo de lo que nunca imaginó sería capaz: marcó el teléfono de la casa de los Garcés, contestó la esposa y le dijo: “Escuche, escuche las consecuencias de lo que hizo su marido con mi hijo”.

Los medios de comunicación registraron en esos días los primeros pasos de la tenaz lucha de los afectados y sus familias para exigir castigo a Garcés. La comunidad ecuatoriana constató la valentía de los 21 pacientes para denunciar la negligencia médica. En especial conmovió el testimonio de Carlitos, el más joven de todos, que con su carita deformada por las enfermedades decía su verdad y junto a su madre pedía justicia con altivez y dignidad.

Luego empezó la lucha en las calles. Se reunían los parientes de los infectados y buscaban asesoría legal para que Garcés recibiera un castigo penal. Él quiso convencerlos de que era víctima de mala práctica de sus enfermeras, pero nunca se lo creyeron. Las órdenes de no desechar las agujas venían de él.

Uno de los momentos más importantes de la lucha fue cuando se logró la detención de Garcés.

Los familiares se convocaron en el parque de la Kennedy y contaron con la ayuda de la esposa de un policía, que se prestó como señuelo.

Cuando salió de la clínica lo apresaron y llevaron al Cuartel Modelo. No obstante, la corrupción siempre está alerta para permitir la impunidad: cuando los familiares de los infectados llegaron al cuartel para constatar la detención de Garcés este estaba saliendo libre con la ayuda de algún jefe policial.

Inmediatamente exigieron su recaptura y pasó dos años preso. Pero la justicia en Ecuador también contribuye a la corrupción y a la impunidad: durante esos dos años el juez no dictó sentencia, el nefrólogo quedó libre y huyó a Miami.

De todos los pacientes de Garcés infectados con el VIH, solo queda Carlitos. Los veinte compañeros ya han muerto y el delito permanece impune. Ninguna autoridad estatal actúa y Garcés vive tranquilo en Estados Unidos.

Pero mientras se ventila el juicio internacional que se le ha presentado al estado ecuatoriano en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el cual los familiares de los infectados piden una indemnización de un millón de dólares, la mayor alegría de Liduvina es que han pasado once años de aquello y Carlitos sigue vivo.

Ha cumplido 20 años y supera etapas con impresionante fuerza y tenacidad. Terminó el colegio y ahora estudia a distancia en la Universidad Técnica Particular de Loja (UTPL). Quiere ser periodista: le gusta escribir y recientemente publicó el libro “Historia de un sobreviviente”, en el que narra todo lo que le ha sucedido a partir del contagio.

Liduvina, entre tanto, no cree que sea una madre excepcional. Atribuye a la voluntad de Dios y a la solidaridad de la gente el hecho de que Carlitos exista. Dice que no ha hecho nada más de lo que haría cualquier madre: cuidarlo, protegerlo, ser la fortaleza de su esposo y de sus hijas, rodear a Carlitos de todo el cariño que tiene en su corazón.

Para ella, la solidaridad es el sentimiento más importante de la vida. A sus hijas trata de inculcarles cada día que sean generosas, fraternas, siempre listas para dar una mano, para ayudar no solo a Carlitos sino a todos los que necesiten de ellas.

No cree que en esta época materialista se hayan ido perdiendo la generosidad y la hermandad. A ella le basta ver todo lo que la gente ha hecho y hace por Carlitos: está segura de que el amor al prójimo existe, que es absolutamente real y concreto.

Y está convencida de que el caso de su hijo ha sido uno de los factores que al Ecuador le han devuelto la fe en Dios y en el ser humano.

Un ejemplo: de los gestos que recuerda con mayor gratitud es el de una señora desconocida que una noche la llamó. La voz, al otro lado del teléfono, le contó que su padre sufría de un cáncer terminal y que los médicos le habían dado solo dos meses de vida, pero ya habían pasado tres años y él no se había ido. Según la voz, unas medicinas especiales estaban prolongando la existencia de su padre. Entonces le dijo que ella podía llevárselas para que las tomara Carlitos. “Yo se las voy a dejar”, aseguró. Y lo hizo.

Para Liduvina es increíble lo bien que han funcionado esas medicinas con Carlitos. Lo ayudan a mantener las defensas y no perder la vitalidad ni las ganas de existir.

Esa señora se llama Patricia Córdova de Encalada. Tiene dinero y es una de las personas que demuestran que sí existe la solidaridad.
¿Y la felicidad? Para Liduvina existe por minutos, por instantes, por relámpagos. Y cree que ese minuto que a uno le llega hay que vivirlo con toda la intensidad posible.

No es nada especial ni extraordinario. La siente, por ejemplo, cuando se reúne con su esposo y sus hijos para ver en la televisión un programa cómico. O cuando juegan baraja juntos y ríen haciéndose bromas. O cuando Carlitos pone música a todo volumen y desde su silla de ruedas enseña a bailar a sus hermanas.

En la casa de los Mora Peñafiel, en el barrio Sauces, no se respira una vida sombría ni amarga. Hay una paz especial, una atmósfera apacible, una tierna vitalidad. Allí viven hace seis años, cuando la lucha de los infectados logró que el gobierno de Jamil Mahuad entregara casas a cuatro de ellos.

En el balance cotidiano, en la lucha solidaria de los Mora Peñafiel, ¿quién ha enseñado más a quién? Liduvina asegura que Carlitos es valiente, fuerte y decidido. Y asegura que de él ha aprendido muchas cosas: una vez a ella le extirparon un tumor en el útero y después que la operaron el espacio donde estaba el tumor se le llenó de líquido y no podía caminar.

El doctor le pidió comprar unas jeringuillas con aguja de 10 centímetros para sacarle el líquido. Ella lloraba porque le daba mucho miedo. Pero entonces se acordó de su hijo: le inyectan agujas tres veces a la semana, dos al mismo tiempo, y él no hace el menor gesto de dolor. De ese ejemplo sacó fuerzas para soportar el tratamiento de su útero.

Por eso no se considera una madre ejemplar, sino una mujer como cualquier otra. A sus hijas les exige que aunque sean pobres, aunque tengan una sola muda de ropa, deben andar limpias y con los vestidos bien planchados. “Pobres, pero la casa impecable y nítida”, suele repetir.

Su consejo a las personas que sufren y no soportan el dolor es que dialoguen con Dios. Que no se encierren en su angustia, que no se dejen encarcelar por la tristeza.

Nacida en el campo, en la provincia de Los Ríos, no deja ni un minuto de llenar de entusiasmo la vida de su familia. Lo aprendió de su madre, que a los 34 años quedó viuda con nueve hijos y, sin embargo, logró salir adelante y educarlos.

¿Y si Carlitos no tendría a Liduvina, su vida hubiera sido diferente? Le duele admitirlo, pero sí. Conoce a madres que no quieren a sus hijos, que no parecen haberlos tenido nueve meses en su vientre, que no les dolió parir. Ha visto mujeres que los fines de semana dejan a sus niños enfermos en el hospital, se maquillan y se van a divertir.

Ella, tan distinta, ha forjado la vida, su propia vida, en el esfuerzo de que Carlitos sufra menos, de que sea independiente. Si él se fuera a vivir solo ella no sufriría: más bien se sentiría orgullosa porque sería la demostración de que su hijo es capaz de valerse por sí mismo.

Quizás ese día esté cerca. Se irá Carlitos, se irán sus hermanas. Por eso, ahora que Liduvina analiza con serenidad lo sucedido en estos años, valora cada experiencia y la asume como una misión fundamental que Dios le ha dado.

Sus largos días en el hospital, sus eternos desvelos junto a su hijo, sus charlas con madres que no saben cómo enfrentar el dolor, su amor inmenso por su familia le han enseñado la ruta que caminará el resto de su vida: es la entrega, el sacrificio, la solidaridad. Y cuando sus hijas crezcan y se vayan ella no se sentirá sola porque ya tiene la certeza de su destino: se dedicará a la atención de los niños abandonados en el hospital.

De esa manera devolverá a Dios y a la gente solidaria toda la ayuda que recibió para que Carlitos viviera para siempre.

¿Quiénes nos robaron la Navidad?


¿En qué momento la Navidad se convirtió en un mercado masivo, asfixiante, congestionado y angustioso?
¿En qué momento la Navidad se volvió una voraz competencia por quedar bien, aparentar, cumplir un toma y daca, competir por quién da o quién recibe más?
¿En qué momento la Navidad dejó de recordarse como la fecha en la que nació uno de los hombres más extraordinarios de la historia universal, el hombre que cambió una civilización y transformó a miles de millones de personas con una nueva manera de ver la vida, una distinta forma de asumir el compromiso por los demás, una infatigable actitud de entrega y sacrificio, una decidida lucha por la justicia y la equidad?
¿Algún día rendirán cuentas a la especie humana los que prostituyeron la Navidad, los que intentan borrar de la memoria colectiva el ejemplo inagotable, las huellas solidarias y fraternas del heroico hijo de un carpintero?